A menudo se critica la creatividad y el tono de algunos anuncios, en especial de algunos detergentes. En mi pueril imaginación yo creía en un principio que la publicidad debía hablarnos de los productos y aportarnos argumentos racionales para que valoráramos si debíamos o no comprarlos. Pronto descubrí que los anuncios hacen mucho más, nos dicen (o nos pretenden decir) quiénes somos, quiénes nos gustaría ser, e incluso porqué somos como somos. ¡Vaya presunción!
Y es que, ¿se puede más blanco? Me refiero a que, hace cerca de cuarenta años, las primeras versiones parecían ser una culminación del desarrollo industrial de nuestro país, abandonados ya los fantasmas de postguerra y las miserias que nos habían incrustado en la mente colectiva que la limpieza era síntoma de riqueza, de alto estatus social y de vivir en la ciudad. Puedo entender que en ese momento, algunos productos lavaran más efectivamente y mejor que otros. También había más suciedad en nuestras ropas.
Pero año tras año, el milagro se repetía. La siguiente entrega de producto resultaba lavar incluso más blanco que la anterior. Puede. Pero la siguiente aún más blanco. La posterior, en blanco nuclear. Me pregunto yo, adónde se puede llegar una vez alcanzado el blanco, ¿Al blanco níveo? ¿Al blanco espiritual? ¿Al superblanco ultrareflejo? Tal progresión en la escala de blancos sin matices nos tendría que haber quemado las pupilas hace años. Si nos situamos en el presente y hacemos un ejercicio retrospectivo, resulta que con el primer superblanco, en sus inicios, la colada debía salir de un color más bien tirando a gris negruzco, ¿no?
La cuestión es que se siguen superando. Y si estos anuncios se siguen repitiendo es que, funcionan. Pero realmente me gustaría saber cómo llegan los anunciantes a tan aplastante conclusión. Encuestas, cifras de ventas, o un etéreo rumor colectivo de que si lava más blanco, es mejor, aunque el color haya perdido totalmente su sentido. Por eso creo que bajo la encubierta excusa de una buena razón de compra, estos curiosos ejemplos de publicidad en realidad explotan nuestra fantasía por un mundo inacabable, grandioso como cuando éramos niños, con escalas infinitas de blancura celestial.
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