No acostumbro a dar limosnas. No me importa reconocerlo. Y tampoco tengo una justificación perfectamente razonada para ello en base a proverbios, mis principios o experiencias pasadas. Tan sólo digo que hago un donativo sólo si me apetece hacerlo. No permito que el sentimiento de culpabilidad o la vergüenza cambien mi decisión, y me molesta que algunos recurran a ellas. Eso no significa que no me preocupe y me conmueva el ver la situación de mucha gente extremadamente necesitada que se halla en la obligación de tener que apelar a la caridad de los transeúntes que tenemos mejor fortuna, algo tremendo y lamentablemente demasiado común estos días. La discusión de si hago o no lo debido podría ser muy extensa, de modo que no voy a iniciarla hoy; háganlo ustedes, si lo prefieren.
Image: Pixomar
Existe una versión más edulcorada de la búsqueda de dádivas, que es aquella en la que una o varias personas realizan algún tipo de espectáculo, no solicitado, en las breves sesiones que duran lo que un metro tarda en cruzar de una estación a otra, o en medio de la acera de una calle concurrida. Algunos dirán que no se trata de limosnas lo que reciben, sino un pago voluntario por un servicio (no solicitado). Puede ser, pero a menudo mi sensación es la misma. Los que están en espacios abiertos son fácilmente evitables si no deseas gozar de su ‘performance’. Otro caso son los que secuestran a su público en un vagón: las puertas se cierran, y sin comerlo ni beberlo los viajeros son interpelados por algún individuo equipado con un instrumento (no lo llamaremos un músico todavía) que sin más tardanza, comienza su recital. Las caras de circunstancias, las poses serias y las miradas fijas en la lontananza suelen ser las respuestas comunes a la incomodidad que ello causa. El sonido se hace el amo del espacio y olvídese de seguir disfrutando de la música preferida en su reproductor si es lo que pretendía. En momentos así, más vale apagarlo y esperar pacientemente que acabe la sesión antes que seguir oyendo una cacofonía de notas. Más aún si el ejecutor de la pieza va equipado de una caja de ritmos electrónica, o un amplificador, caso que también se da a menudo.
Hace algunos días tomé un tren. No había mucho pasaje en el vagón y el trayecto se preveía tranquilo. Tras algunos minutos de viaje, levanté la mirada de mi libro y allí los vi. A unos pocos metros había un par de chicos poniendo a punto sus instrumentos. Deberían tener unos treinta y pocos, uno de ellos, moreno, de pelo corto y barba de tres días, acariciaba su guitarra. El otro, un chico rubio con largas rastas medio ocultas bajo una gorra sostenía un violín. Resignadamente, busqué mi reproductor de música en mi bolsillo para apagarlo y seguí leyendo.
Entonces las notas empezaron a sonar tejiendo una lenta y romántica melodía, donde los acordes de la guitarra acompañaban un violín solista que poco a poco desarrollaba la canción. Levanté los ojos del libro y me quedé contemplándolos, absorto. La melodía continuó; yo nunca la había oído antes. Las notas siguieron envolviéndonos a todos y la dulce armonía inicial aumentó de ritmo, se convirtió en una alegre pieza a medio tiempo, la guitarra completando al violín y la rasgadura de sus cuerdas imprimiendo un compás alegre, potente, a medio camino entre un tema ‘folk’ y una canción celta. Luego volvió a ser el dulce y calmada, como al comienzo, y volvieron las notas con que se había iniciado. Acabó la pieza y yo salí de mi breve trance.
En el fondo del vagón se oyó un tímido aplauso. El chico rubio guardó su violín y pasó por los asientos con una bolsita. No fueron pocos los viajeros que sacaron monedas y las pusieron dentro. Yo metí la mano en mi bolsillo y le di un puñado de las mías, agradecido. Porque sí. Porque me apetecía hacerlo.
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