Cascanueces, El Lago de los Cisnes, o danza contemporánea. No los soporto. Jamás pude aguantar más de tres minutos viéndolo por televisión, no hace falta que les diga que nunca he ido a ver un ballet. Bueno, miento, fui a ver Sara Baras y me gustó. Pero esa fue la excepción; ¿Puedo seguir, o ya perdí toda mi credibilidad?
Y qué tiene de destacable esta preferencia (o falta de ella, dado el caso) pensarán; pues la verdad es que ser consciente de mi falta de gusto por la danza en general, provocó que dudara de mi sensibilidad para las artes. Siempre me gustó la música, el dibujo y la pintura, el teatro, la literatura, la escultura y la arquitectura, también la fotografía, el cómic y el cine puestos a enunciar las bellas viejas y nuevas artes. No quiero decir que me guste todo, pero sí que podía ver en ellas obras que me interesaban y me agradaban más que otras. Entonces, ¿por qué no ocurría así con la danza?
Sería por algún trauma infantil, alguna atrofia en el cerebro, o una profunda ignorancia, pero no puedo ver nada de inspirador en los bailarines y bailarinas moviéndose al ritmo de la música. ¿Está el secreto en las piruetas, en la sincronía, en la velocidad y la armonía de los giros y movimientos? Yo sólo veo cuerpos que se mueven sin mucho significado, correteando, girando, muchas veces ni totalmente en sincronía y sólo puedo pensar en el sufrimiento de tendones y músculos al ver algunas posturas forzadas por la tradición que dictan las reglas del ballet en su ortodoxia. Tampoco veo nada interesante en los espasmos de los danzarines modernos, que a menudo me recuerdan a los nadadores calentando los músculos de los omoplatos antes de lanzarse a la piscina.
Hasta que un día vi que mi sensibilidad por la coreografía no estaba del todo castrada. Porque descubrí una que me apasiona: el Kung-fu. Qué tendrá que ver, dirán... Pues mucho. Aún considerándome sólo un aficionado del tema, en el Kung-fu veo una plasticidad de movimientos, una belleza y una cadencia que, si les digo la verdad, me ponen la piel de gallina. No puedo evitarlo, cuando veo la práctica de artes marciales, muy especialmente kung-fu, me emociono. Ataque, defensa, saltos y piruetas, golpes, zancadillas, momentos de espera, agarrones y balanceos, miradas amenazadoras o despectivas, gritos y vertiginosos saltos. Mis ojos se han llegado a humedecer de emoción, no bromeo. Supongo que se trata de un baile más afín a mis sensibilidades. Con ello, al menos, puedo dar el cupo de afinidad a la danza por cubierto. Ya no estoy castrado.
1 matices:
Ay como te entiendo. A ver ahora si el kung-fu me seduce también!
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