Tengo una imagen grabada en mi memoria. Recuerdo una gran tinaja de aluminio con dos grandes palas que, lentamente, iban removiendo un líquido de color a medio camino entre crema y blanco hueso. También conservo un olor en la memoria, pero no puedo reproducirlo, a diferencia de las imágenes, aunque si volviera a tenerlo frente a mí ahora mismo lo reconocería: el olor de la leche recién ordeñada. Recuerdo el templado calor que emanaba de la tinaja, que yo, de niño, encaramado de puntillas, notaba en el aire con mis labios y mi nariz. Eso era cuando acompañaba a mi madre, en verano, a una vaquería a por leche.
Y entonces la leche dejó de ser leche, el pan dejó de ser pan, y los huevos dejaron de ser huevos para convertirse en cáscaras con yemas y claras llenas de nutrientes en su interior.
¿Recuerdan ese momento? Los que son muy jóvenes, quizás no. Pero no es mi caso. Recuerdo con indignación aquel día que mi madre dijo que ya no podíamos hervir la leche en casa, que había que comprarla en bolsas de plástico (sí, gran error de diseño industrial) o más tarde, tetra-briks. La leche ya dejaba de ser leche para entrar en un proceso de deshumanización. Con la excusa de la uperisación (único método, al parecer, para que no enfermásemos bebiéndola), comenzó una progresiva descomposición de ese rico líquido en sus múltiples componentes, quitándole de todo hasta hacerla poco más que un suero. ¿Han visto ustedes qué translúcida es la desnatada? Eso sí, al mismo precio, o mayor que al principio. Mientras tanto, en paralelo, surgían docenas de subproductos que se robaban parte de su sabor: quesitos, natas, cremas, requesones, etc. Tan cruel fue el proceso, que esa leche sin alma, en un punto tan magra y desnuda, ha vuelto a ser paulatinamente re-enriquecida con vaya a saber qué mezcolanzas: que si ácidos, vitaminas, vegetales o proteínas de pescado.
Es el paradigma de un proceso que siguieron muchos alimentos que entraron por la puerta ancha en la institucionalización (lo digo por el respaldo de las autoridades reguladoras) del comercio y explotación masivos. Por un lado, homogeneizando los procesos y las calidades, y por otro dejando sólo camino a las industrias de alta capacidad y logística, y a los comercios de gran superficie. De una u otra manera ha ido ocurriendo con otros alimentos. Se me olvida a menudo a qué sabe el pan, hasta que pruebo uno de pueblo, cocido como dios manda y sin masa previamente congelada. Sí, hemos conseguido que los alimentos estén disponibles para todo el mundo, a precios razonables y competitivos y durante casi todos los meses del año. Sin embargo, en este viaje, hemos dejado por el camino a muchas de las pequeñas tiendecitas, modestos productores, y mucho del sabor.
Luego, los pobres productores (agricultores, ganaderos), lamentan ser ninguneados por los “fabricantes” y distribuidores de alimentos, porque sus productos ya son todos iguales. Son ‘commodity’, y como tales, el maltrato de los precios y las competencias de países lejanos son insoportables. La verdad que sus productos no son ‘commodity’, porque las patatas de Galicia y las de Turquía no tienen nada que ver, pero hemos conseguido creernos que lo parezcan.
Los viticultores son de los pocos alumnos aventajados. Reconocieron ya hace años la importancia de educar el paladar de los consumidores, y enseñar que todos los vinos son distintos (no sólo en el espacio, sino ¡también en el tiempo!), ni mejores ni peores, simplemente incomparables. Poco a poco, nuestros paladares han ido despertando, pero todavía, como por ejemplo con el pan, siguen medio adormecidos.
Pues resulta que no soy el único con esta reivindicación. De poco a poco, algunos (los menos, ya que no todos los bolsillos lo permiten) empiezan a consumir productos biológicos, a comprar más y más en las ferias artesanales, en buscar los expendedores de leche acabada de ordeñar, y en visitar restaurantes kilómetro cero y puestos con productos de proximidad. Bueno, yo no los consumo, pero soy de los que los aprecia. Incluso ya están acuñando el nombrecito de moda: la cultura ‘slow’. ¡Adiós al producto homogéneo! Bienhallados los feriantes de queso y los productores artesanales, y si eso significa que no puedo comerme una papaya en el mes de diciembre, pues me tomaré un vaso de leche y punto.
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