En numerosos tratadillos de alquimia de los siglos XVI y XVII existe una florida descripción de la obra de la Naturaleza para la generación de los metales. Es una dulce lectura muy inspiradora y trufada de imágenes poéticas y devotas. Una lectura que yo recomiendo a los que estén interesados en la literatura menos académica de la época, pero igual de espiritual y profunda.
Hablan esos tratadillos, de cómo la naturaleza cuece en su útero interno, en las cavernosas profundidades de la tierra, aquella substancia primigenia, aquel mineral sin forma del que nacen todos los metales. Desde esa honda oscuridad los minerales van poco a poco emergiendo, mecidos por la sabia mano de la madre, que les da el punto de temperatura, humedad, cocción, y presión para que evolucionen en su escala de perfección. Porque todos los metales, en su creación, tienen la capacidad de ser perfectos, es decir, de convertirse en oro.
Ocurre que, por azar o por destino, no todos los minerales siguen el camino adecuado, y las condiciones de su crecimiento no son las idóneas. Entonces, dependiendo de éstas, acabarán en un estado intermedio dentro de la escala de perfección. Conocemos pues metales como el plomo, el estaño, el cobre, el hierro y la plata, debido a que, en su gestación, el frío, la sequedad, la falta de digestión o la crudeza del aire frenaron su progresión. Así, aquello que está destinado a la perfección, a menudo se queda en una fase mediana de su evolución. Ése es el efecto de la crudeza del aire. Así obraban los milagros de la Naturaleza a los ojos de estos autores. El alquimista únicamente completaba la obra que la Naturaleza ya había comenzado.
Siempre he tenido el convencimiento de que el hombre tiene una capacidad casi ilimitada. Todavía no conocemos el alcance de nuestras aptitudes y posibilidades. Sin embargo, en el recorrido de nuestras vidas, cuando vamos de lo posible a lo real, todos llegamos a algún punto de plenitud intermedio. Ocurre que el entorno en el que nos desarrollamos y permite nuestro crecimiento, es el mismo que nos moldea, que nos limita. Podemos poner todo de nuestra parte, nuestro esfuerzo y nuestra voluntad, pero la realidad externa a menudo frena aspectos de nuestro desarrollo, porque sí, porque la vida es dura. Cicatrices emocionales, educación, trabajo y cansancio, tensión y obligaciones, distracciones estériles, compañeros de viaje, oportunidades perdidas o que simplemente no se han presentado. Todos nos condicionan, haciendo de nosotros personas reales, lejos aún de ningún ideal. No olvidemos que nuestro sino no es vivir, es sobrevivir. Porque allí fuera el aire es crudo, y requiere de mucha o toda nuestra energía.
Esto no debe parecer una justificación ni una excusa, ni para aquellos que dejan que sus vidas sean llevadas por las circunstancias, ni por aquellos que jamás llegaremos a ser como el oro. Aún así, cuando a veces me preguntan porqué no actúo o me comporto de mejor modo, intento explicarles: no es por mí, es la crudeza del aire.
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