Pero ocurre que por ese mismo progreso entramos en un mecanismo que es muy difícil disimular. Entramos en las operaciones de las compañías, en sus procesos, en sus actividades, y como tales, cambiamos de categoría. Ya no somos el señor tal, o la señorita cual; al pertenecer a esas extrañas e impersonales organizaciones, nos convertimos en elementos, demasiado a menudo, de un proceso de negocio.
Image: Federico Stevanin / FreeDigitalPhotos.net
Al cruzar la puerta de un hotel, o cine, o restaurante, uno ya no lo hace tanto como un individuo, sino como un cliente, un espectador o un comensal. Las atenciones que recibe entran en un campo muy, muy reducido, circunscrito a aquél servicio por el que va a pagar. Se le niega una parte de usted. Pocos son los casos que permiten olvidar esta obviedad. A veces, me fijo en algún camión lleno de animales aprisionados dirigiéndose a algún matadero desconocido, y sin saber porqué, me veo en mi faceta de cliente, suscriptor, abonado, paciente, empleado, pasajero o simple comprador.
Gran virtud tienen aquellos que consiguen evitar que el individuo se sienta como mercancía, o ganado. No siempre ocurre, y un hombre o mujer deviene parte del proceso, listo para ser procesado él mismo con una categoría algo inferior y recibir un trato más o menos digno. Y lo peor, llevado a cabo por otros seres humanos.
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