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10 enero, 2011

Teatro del Mundo XIV – Delirio Hopperiano

El calor me aplasta, es sofocante. Orugas, oruguitas, ¿qué es esto? La cabeza me da vueltas. Estoy en un árido terraplén. Él ya ha despegado y es libre, pero yo sigo aquí.

  Imagen: Rosemary Ratcliff / FreeDigitalPhotos.net

Todo comenzó cuando aterrizamos en la avioneta. Eran unas vacaciones organizadas, “campo de verano”, lo llamaron en la agencia. Sol, playa, vela y flirteos nocturnos nos esperaraban al final del aeródromo. Debía haber advertido que aquello no iba bien cuando sólo una docena de turistas desembarcaban con nosotros del aparato.

«¡Allí os hay esperan más!» Dice el guía, señalando los barracones donde nos tenemos que alojar.

Hace mucho calor y el camino desde la pista de aterrizaje hasta nuestro destino es un pedregal yermo, una gran planície batida por un sol amarillo e implacable. No se ve árbol alguno en aquella llanura. ¿Dónde está el mar? Los barracones están descuidados, pero nos ofrecen a mi compañero ya mí unos minutos de refugio a la sombra de aquel sol infernal. «¡Estas son sus plazas!» Dice el guía, señalando un par de literas de campaña. Él es alto y fuerte, como un gigante demente. Me recuerda a un pariente que yo creía medio loco. ¿Es él, realmente? Temo preguntarle nada.

Nos hemos instalado dejando nuestros fardos en cualquier rincón y nos disponemos a ver las actividades acuáticas. Pero, ¿dónde? Detrás de los barracones, la llanura decae en una pequeña ribera, igualmente seca y terrosa. En el fondo de esta ribera, en el lecho de un río ya extinguido, hay pequeñas matas de cañas, cañas secas con mosquitos. Esto está seco y hace mucho calor. ¿Cómo se puede hacer nada aquí? Pero sí. Existe un minúsculo estanque, poco más que un charco de agua verde, caliente y poco profunda, y desde las alturas donde me hallo puedo ver a un turista esperanzado que, montado sobre una tabla, intenta hacer windsurf sobre aquellas quietas aguas muertas. Mis dudas aumentan, y mi angustia también.

Por la noche, nos conducen a una fiesta. «Venid, venid, que hay baile!» A un lado de los barracones, hay un par de grandes naves sin paredes, con techo de uralita a modo de granjas. «Esto son establos», le digo a mi compañero, al que nunca reconozco. Él es poco confiado y cada vez tiene más ganas de irse de allí. Nos llevan a la última de las naves, después de pasar por debajo de las barras de separación entre cada sección de los establos. Esta última es la única con paredes construidas. Entramos. Dentro, el calor aún es más sofocante, a pesar de que el sol se ha puesto hace horas. El espectáculo es desolador.Un radiocasette resuena contra las paredes blancas y desnudas de la sala. Los fluorescentes llenan el espacio de una luz pálida y enfermiza y, caminando sin dirección, totalmente ausentes, unos hombres y mujeres vestidos como pacientes de hospital van arriba y abajo, buscando alguien con quien bailar. Las paredes a pesar de ser blancas están sucias, llenas de salpicaduras negras de insectos aplastados. «¡Si estos hombres y mujeres son enfermos mentales! ¿Pero qué hacen aquí?» me digo. Temeroso, salgo fuera.

Han aparecido ante nosotros muchos de los organizadores de las vacaciones, vestidos con batas de médico. «¡Si son inofensivos!» Exclaman los organizadores dirigiéndose a nosotros, a modo de disculpa. «Son pacientes que están en este pequeño sanatorio, y los turistas les hacéis bien relacionándoos con ellos, compartiendo con ellos vuestras vacaciones.» Dicen llevando a algunos de ellos de la mano. Esto ya es demasiado. Me siento culpable por no querer bailar con los enfermos, pero esto no es normal. Quiero saber qué está pasando aquí. No es normal.

Es de día y de nuevo cae un sol de justicia. «¿De verdad quieres saberlo?» Pregunta el guía. Sí. Mi compañero quiere irse. «Ven», me dice el guía, «ven conmigo.» «Tú no vienes?» le pregunto a mi compañero. Él no quiere. Se marchará ahora que la avioneta que nos trajo vuelve a despegar. Muchos de los turistas que vinieron con nosotros también la tomarán. Yo sigo al guía gigantón. Quiero saberlo.

Voy tras el descomunal hombre, aunque me causa desconfianza. Trepamos por una montaña al otro lado del río seco. Es una montañita lisa y cubierta de cascotes, piedras y arena. Subo medio resbalando y mientras lo hago, sudo bajo la fiebre de aquel nuevo día de sofoco. Y cuando llegamos a las alturas, obtengo la respuesta.

La cima de la montaña está toda llena de puntas de piedra, desperdigadas a modo de estalagmitas, como la cúspide de una catedral natural. Hay cadáveres en ellas. Atravesados por las puntas, clavados colgando boca arriba como insectos, inertes. Ocho o diez cadáveres de hombres vestidos de celadores se pudren al sol. El gigante ya no está. En medio de la cima, entre las puntas y los muertos, veo una glorieta con una cúpula, como si de un antiguo kiosco o un templete se tratase. Entro y me refugio en su sombra. El recinto está medio abandonado y muestra grandes agujeros en la cúpula por los que agrede el sol. El suelo está cubierto de plumas y excrementos. Son las palomas. Palomas que vuelan arriba y abajo, entrando por las aberturas del mirador, haciendo resonar ecos con el batido de sus alas. El gigantón está en medio, sentado entre las plumas. «He sido yo », dice hablando hacia la nada. «Yo los he matado.»

De pronto lo sé y siento un profundo alivio. El desahogo de al fin comprender. La confusión desaparece, ahora ya lo entiendo. Aquellos animadores turísticos en bata que nos invitaban a bailar y divertirnos no son médicos, son enfermos que han sacrificado y suplantado a sus celadores. Todo esto está lleno de locos. Al fin claro, al fin entiendo. Oigo un ruido lejano y salgo de la construcción a cielo abierto, hacia la luz cegadora del sol. Desde el horizonte me llega el rumor de la avioneta que se aleja por el cielo, para siempre. Demasiado tarde. Mi amigo va en ella, él ha podido escapar.

Bajo lentamente la mirada hacia mis pies. Sobre una roca caminan dos orugas. Me agacho y las miro de cerca. Son dos oruguitas peludas, de vivos colores verdes y amarillos que se arrastran sobre la piedra lentamente una tras otra. Orugas, oruguitas. Él ha podido marcharse, y es libre, está volando. Pero yo sigo aquí, bajo este sol, prisionero de mi delirio.



(El texto que antecede no es ninguna invención consciente. Es el relato de un sueño, el más largo que recuerdo haber tenido con cierta consistencia. Para mí es vívido como el primer día y sus imágenes siguen en mi memoria como si formasen parte de mi mismo pasado. Es sorprendente el efecto que unas mantas de más en la cama pueden llegar a provocar en una ensoñación.)

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Fototrampas por Iván Cosos J.N.S.P.S. está registrado bajo una Creative Commons Attribution-NonCommercial-ShareAlike 3.0 Unported License.