Tengo una imagen grabada en mi memoria. Recuerdo una gran tinaja de aluminio con dos grandes palas que, lentamente, iban removiendo un líquido de color a medio camino entre crema y blanco hueso. También conservo un olor en la memoria, pero no puedo reproducirlo, a diferencia de las imágenes, aunque si volviera a tenerlo frente a mí ahora mismo lo reconocería: el olor de la leche recién ordeñada. Recuerdo el templado calor que emanaba de la tinaja, que yo, de niño, encaramado de puntillas, notaba en el aire con mis labios y mi nariz. Eso era cuando acompañaba a mi madre, en verano, a una vaquería a por leche.
Y entonces la leche dejó de ser leche, el pan dejó de ser pan, y los huevos dejaron de ser huevos para convertirse en cáscaras con yemas y claras llenas de nutrientes en su interior.
¿Recuerdan ese momento? Los que son muy jóvenes, quizás no. Pero no es mi caso. Recuerdo con indignación aquel día que mi madre dijo que ya no podíamos hervir la leche en casa, que había que comprarla en bolsas de plástico (sí, gran error de diseño industrial) o más tarde, tetra-briks. La leche ya dejaba de ser leche para entrar en un proceso de deshumanización. Con la excusa de la uperisación (único método, al parecer, para que no enfermásemos bebiéndola), comenzó una progresiva descomposición de ese rico líquido en sus múltiples componentes, quitándole de todo hasta hacerla poco más que un suero. ¿Han visto ustedes qué translúcida es la desnatada? Eso sí, al mismo precio, o mayor que al principio. Mientras tanto, en paralelo, surgían docenas de subproductos que se robaban parte de su sabor: quesitos, natas, cremas, requesones, etc. Tan cruel fue el proceso, que esa leche sin alma, en un punto tan magra y desnuda, ha vuelto a ser paulatinamente re-enriquecida con vaya a saber qué mezcolanzas: que si ácidos, vitaminas, vegetales o proteínas de pescado.